Predicaba San Antonio de Padua en
Rímini (Italia). Allí los herejes patarinos habían desfigurado el dogma de la
presencia real, reduciendo la Eucaristía a una simple cena conmemorativa.
Antonio, en su predicación, ilustró
plenamente la realidad de la presencia de Jesús en la Hostia Santa. Mas los
jefes de la herejía no aceptaban las razones del Santo e intentaban rebatir sus
argumentos. Entre ellos, Bonvillo, que era el principal y se hacía el sabiondo,
le dijo:
-Menos palabras; si quieres que yo
crea en ese misterio, has de hacer el siguiente milagro:
Yo tengo una mula; la tendré sin
comer por tres días continuos, pasados los cuales nos presentaremos juntos ante
ella: yo con el pienso, y tú con tu sacramento. Si la mula, sin cuidarse del
pienso, se arrodilla y adora ese tu Pan, entonces también lo adoraré yo.
Aceptó el Santo la prueba y se retiró
a implorar el auxilio de Dios con oraciones, ayunos y penitencias.
Durante tres días privó el hereje a
su mula de todo pienso y luego la sacó a la plaza pública. Al mismo tiempo, por
el lado opuesto de la plaza, entraba en ella San Antonio, llevando en sus manos
una Custodia con el Cuerpo de Cristo; todo ello ante una multitud de personas
ansiosas de conocer el resultado de aquel extraordinario compromiso contraído
por el santo franciscano.
Encaróse entonces el Santo con el
hambriento animal, y, hablando con él, le dijo:
-En nombre de aquel Señor a quien yo,
aunque indigno, tengo en mis manos, te mando que vengas luego a hacer
reverencia a tu Creador, para que la malicia de los herejes se confunda y todos
entiendan la verdad de este altísimo sacramento, que los sacerdotes tratamos en
el altar, y que todas las criaturas están sujetas a su Creador.
Mientras decía el Santo estas
palabras, el hereje echaba cebada a la mula para que comiese; pero la mula, sin
hacer caso de la comida avanzó pausadamente, como si hubiese tenido uso de
razón, y, doblando respetuosamente las rodillas ante el Santo que mantenía
levantada la Sagrada Hostia, permaneció en esta postura hasta que San Antonio
le concedió licencia para que se levantara. Bonvillo cumplió su promesa y se
convirtió de todo corazón a la fe católica; los herejes se retractaron de sus
errores, y San Antonio, después de dar la bendición con el Santísimo en medio
de una tempestad de vítores y aplausos, condujo la Hostia procesionalmente y en
triunfo a la iglesia, donde se dieron gracias a Dios por el estupendo portento
y conversión de tantos herejes.