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domingo, 1 de abril de 2012

Diario del borrico



Estaba yo tan contento en el establo. A mi madre le sorprendió que no protestara, como suelo hacerlo, cuando el amo llegó de madrugada para desatar a los demás borrico y sacarlos al campo.

—Aún eres muy joven, Canelo —solía decirme mientras me acariciaba el lomo con sus manazas ásperas y agrietadas—.

Pero aquella mañana no. Como digo, estaba feliz y me quedé inmóvil con los ojos cerrados para hacerme el dormido. Yo sabía ya que estaba a punto de estrenarme como borrico de carga, y sabía también que tendría otro dueño.

¿Que cómo lo sabía? Por el Ángel, naturalmente. Me lo había contado todo la noche anterior:

—Duerme bien, borrico, que mañana serás el trono de Jesús en Jerusalén.

Si el Ángel hubiese sabido algo de psicología asnal no me habría dado la noticia así. No pegué ojo en toda la noche. Ni siquiera los lametones de mi madre consiguieron hacerme conciliar el sueño. Sin embargo no me importó gran cosa: cuando se marcharon todos, me puse en pie, estiré las patas para desperezarme y aguardé a que llegaran los visitantes.

Eran dos. El más alto lucía una barba rojiza, recia como las crines de un caballo alazán. El otro, moreno como yo mismo, fue el que comenzó a desatarme sin decir palabra.

—¿Por qué desatáis al borrico?

Me sobresalté al oír la voz de mi amo.

—El Señor lo necesita —respondió uno de ellos—.

El sol estaba ya en lo alto cuando salimos hacia Betania. Jesús me recibió sonriente, y cuando empezaron a vestirme con mantas de colores como si fuéramos de boda, me agarró suavemente de las orejas y me dijo al oído:

—Tienes dos buenas antenas, borrico. Mantenlas bien erguidas para que escuchen sólo mi voz.

Mientras subíamos hacia Jerusalén, el sendero se llenó de canciones y de flores blancas, rojas y violetas. Los niños gritaban de entusiasmo y las mujeres alfombraron el camino para recibir al Rey. Los apóstoles estaban felices. Algunos también cantaban y yo me puse tan contento que rebuzné un poco a destiempo, levanté la cabeza demasiado, dejé de mirar por dónde pisaba y tropecé en la rama de un árbol caído.

Yo creo que fue un milagro, aunque nadie se diera cuenta. Por un momento troté como volando, sin tocar el suelo y el Señor evitó la catástrofe. Jesús entonces me habló de nuevo al oído:

—No te entusiasmes tanto, que la música y las flores no son por ti. Confórmate con ser mi trono un día. Los que hoy me vitorean mañana pedirán mi muerte. Tú sé fiel y también estarás conmigo en el Paraíso.

No sé de qué os extrañáis; el Salmo 35 dice que Dios salvará a los hombres y a los borricos.


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